27.5.20

Quiebre

  
Alba se calzó el cuchillo en la parte interna del borcego izquierdo y exhaló de golpe todo el aire que guardaba en tensión. Al pararse, el peso de su propio cuerpo la devolvió a la cama y el colchón tembló con el impacto. Las escenas de la noche anterior le inundaban las retinas. La respiración se le volvía asimétrica y destemplada, como en aquellos momentos a los que su mente no podía dejar de regresar. Antes del amanecer, incluso, había estado repasando todo. Como no había dormido, tenía la nitidez de un hecho reciente y no se había registrado en la categoría de recuerdo consolidado. No supo atribuir su debilidad a una cosa o a la otra, por lo que decidió que sus piernas no le respondían por al menos dos razones: La falta de sueño y el impacto de haber quebrado a un hombre. 
  
Alba se calza el cuchillo y sale al hall de su edificio repasando los planes, con la mente fría y calculadora, acallando los gritos de la parte más tierna de su ser. Es medianoche y el sonido del reloj pulsera es todo lo que puede llegar a percibir su oído nervioso y atento. Se acerca al vidrio de la puerta principal y contiene el aliento para no empañarlo. El otoño recién empieza en la ciudad y esta noche tiene aún el bao denso del calor del sol desprendiéndose del pavimento. Baja la vista y piensa en su hermano. Intenta no hacerlo, pero se le aparece como una imagen inevitable, una piedra en el camino de los recuerdos. Le vibra el celular y sale decidida, con la mirada en alto y el paso rítmico, casi militar. Llega a Callao y Córdoba, dobla a la izquierda y sigue siete pasos hasta una puerta enorme de roble. Mira para todos lados, como buscando una excusa para no tocar. Finalmente golpea tres veces, espera diez segundos y toca una vez más. Una mujer alta la recibe vestida de la misma manera que ella. Borcegos, pantalones anchos y remera ajustada. Alba se acuerda de su padre, hombre de pocas palabras y mirada infinita, de una ternura incandescente. La hace pasar con un gesto y caminan por un pasillo hasta llegar a un salón enorme, al menos eso sospecha, porque en la oscuridad no encuentra sus límites. Le informan que la estaban esperando y ella, con una mueca, acepta tomar asiento frente a un escritorio. Del otro lado, una mujer rubia tiene los pies cruzados sobre el mueble y la mira con los ojos entornados. Le pregunta si sabe qué está haciendo ahí. Se quiebra la silla. ¿Sabe qué es lo que hacen exactamente ahí? Se quebró la silla, pero aún la sostiene. Esa mujer rubia entiende que ella tenga padre, hermanos o haya tenido incluso amigos hombres, pero hay que enfrentar una realidad: las probabilidades de que estén vivos son ínfimas. La mirada gris del padre le implora algo desde las tinieblas del recuerdo. Si sobrevivieron a la revolución, no van a tardar mucho en aparecer y seguramente haya que tomar medidas. Alba siente que la mujer rubia le grita preguntándole si alguna vez mató a un hombre. La negativa genera un rumor general y, por primera vez mira a su alrededor. Se le quiebran las piernas de la silla. La conducen a través de una abertura y siente cómo se hace más difícil respirar ese aire. El olor a transpiración la inunda y se echa hacia atrás, pero una mano la empuja y la obliga a seguir. Se le quiebran las piernas y apoya las manos en el piso, que parece inundado por un líquido viscoso con olor a sangre. Escucha órdenes para que se pare, pero no puede. Levanta la cabeza y ve el lugar adonde la quieren llevar. Un cuarto pequeño, radiante y limpio. Tan distinto a todo lo que lo rodea que Alba se pregunta si no será una puerta a otra dimensión. Un universo paralelo. Entra en cuatro patas y se sienta en un rincón, acariciándose las rodillas sangrantes. Ensangrentadas. Se me quebraron las piernas. No se te quebraron, tranquila. Parada frente al hombre sentado en la silla, atado de pies y manos, los ojos vendados para no verle el color. Vos pediste ese último detalle.  Pasa tan rápido que no hay tiempo para recordar o interpretar. Se inunda de sangre el cuartito. Pero no el piso. El cuartito es un gran balde de sangre. Sangre que al coagularse los dejará a todos atrapados en una escultura siniestra e imposible. Le gritan que lo quiebre. Se pregunta si necesita taparle los ojos por piedad o por temor de no poder hacerlo si los ve. O si lo reconoce. Se quiebran las piernas del hombre. Se oscurece todo pero la lamparita en el techo sigue brillando.  
  
Alba se calzó el cuchillo. Alba se calza el cuchillo. Alba se despierta y se mira rápido las manos. Las piernas. Registra todo y no ve ningún cuchillo, ningún borcego, ningún quiebre. Suspira aliviada y comprueba que a su lado descansa Pablo, con expresión serena. La noche anterior se acostaron y todo fue de lo más normal. Ahora se acuerda de que la pesadilla es solo eso: Una pesadilla. La realidad es esta: Ella con Pablo acostado al lado. El velador prendido iluminando la mitad del cuarto. Nada inunda al lugar, no hay sangre, ella limpió todo durante la tarde. Pablo le había agarrado de las muñecas para arrastrarla a la cama. Todo normal, nada distinto. Pablo la había mirado a los ojos, él no tenía miedo de reconocerla. Tampoco por piedad se le habría ocurrido tapárselos. Ésta es la verdad, el resto fue solo una pesadilla. Se levanta aliviada a preparar el café. 

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